Esta Semana Santa tuve el placer de acoger en mi casa a unos amigos, Mick, el novio de mi Lobi Al, me contó que una época de su vida la pasó entre marineros y que entre ellos no eras nadie si no tenías una historia, Mick por supuesto, tenía la suya y nos preguntó cuál era la nuestra.
Seguro que habéis pensado alguna vez aquello de ¡¿pero por qué a mí?!. Lo que os voy a contar, aún después de tantos años, no me creo que me haya pasado y menos en Madrid.
No recuerdo si ocurrió en primavera, otoño ó invierno, lo que sí es seguro es que sucedió en fin de semana.
Yo debía de tener unos seis u ocho años y mi hermana 3 más, cuando mis padres decidieron llevarnos al Safari Park de Madrid.
Recuerdo que mi madre se había puesto una chaqueta de terciopelo negra y que como siempre mi hermana y yo no comimos nada, así que mis padres decidieron encargar unos bocatas que dejamos en la parte de atrás del Citroën GS Club por si nos entraba el hambre (optimismo por su parte no ha faltado nunca).
Al ratito de entrar en el Safari, atravesando la zona de los rinocerontes, bisontes, etc., en medio de la carretera había un gran elefante que estaba campando a sus anchas.
A todo esto y no sé muy bien por qué, nos paramos.
Mi padre, asumiendo que los bocatas no nos los íbamos a comer ni de broma, decidió abrir una rendija de su ventanilla y darle trocitos al elefante. Mi hermana, le pidió permiso a mi padre para dar de comer al elefante; Mi padre, le dijo tajantemente que no, que era muy peligroso. A mi hermana no le gustó la respuesta y pensó que si mi padre lo hacía, ella no iba a ser menos. Así que bajó la ventanilla del todo y sacó un trozo enorme de bocadillo a la vez que le decía al elefante ten bonito, come.
¡Ni 2 segundos tardó el elefante en meter la trompa entera dentro del coche!
Imaginaos la escena, mi hermana y yo cogiendo los abrigos y chaquetas (la de terciopelo la cogí yo, de eso me di cuenta sobre todo por la textura suave que sentía en mi ojo derecho) y dejando los bocatas en la parte de atrás, metidas entre los asientos delantero y trasero, mi padre sin parar de hacer sonar el claxon, mi madre gritando pidiendo ayuda y el elefante buscando comida, zarandeando y levantando el coche del suelo con su trompa.
Allí no aparecía nadie del parque, hasta que llegaron otros visitantes en un mini. Mi madre, con un par, salió del coche y les pidió que por favor se quedaran con sus hijas hasta que mi padre y ella pudieran sacar la trompa del elefante y cerrar las ventanas.
Los visitantes estaban muertos de la risa pensando que lo que estaban viendo era una atracción del parque, hasta que vieron salir a mi madre con mi hermana y conmigo, repito, estábamos entre rinocerontes, bisontes y demás, y nos metió dentro de su mini.
Mi madre volvió al coche con mi padre; en poco tiempo consiguieron que el elefante sacara la trompa, cerraron las ventanas, mi madre regresó al mini a por nosotras, dio las gracias a los visitantes y nos metimos en el coche de nuevo.
Mi cara de susto es imposible describirla y la de mi hermana y mis padres aún menos ya que al susto se unía la de culpabilidad, la una por no haber hecho caso y los otros por haber hecho algo que no debían.
A todo esto, seguía sin aparecer personal alguno del parque.
Nos pusimos a andar un poco, con el coche claro, y asustadita me puse con mi madre en el asiento delantero. En ese momento fue cuando nos dimos cuenta, a mi ojo derecho le rodeaban unos puntitos rojos formando lo que todos conocemos como "chupetón". Sí, la textura suave que sentía en mi ojo derecho no era gracias a la chaqueta de terciopelo de mi madre, sino a que el elefante me ¡estaba chuperreteando el ojo con su trompa! de inmediato me puse a imaginar al elefante sorbiendo mi ojo y con él mi sesera. En ese momento no sabía si tenía miedo, pánico, asco, horror... de todo, sentía de todo menos ternura por el elefante, ni por ningún animal en ese momento. Menos mal que no le debió gustar mi sabor.
Después de eso, sentir y ver a los monos subiéndose al coche no era lo que más me podía apetecer, de hecho, cuando llegamos a la zona de los leones, me metí en la parte de los pies del copiloto, como siempre he sido muy menudita cabía perfectamente y hasta que no salimos del recinto de los animales yo tampoco salí de mi escondite. Único lugar donde me sentía segura en ese momento, agarrada a mi madre a la vez que me tapaba los oídos y sin ver nada.
Al salir, mis padres empezaron a tener unos argumentos con los responsables del safari park porque no aparecieron en ningún momento y mi hermana y yo nos fuimos a los toboganes de sacos.
Después de haber subido varias veces las escaleras y haber bajado por el tobogán, había conseguido relajarme y olvidar el percance cuando, subiendo las escaleras, noté un pinchazo horroroso en mi dedo pulgar, ¿¡pero qué había sido eso!?, miré mi dedo y vi cómo empezaba a hincharse y a ponerse más rojo a cada segundo. ¡Una avispa!, ¡me había picado una avispa!, la primera vez que me picaba una y he de decir que duele mucho. Me puse a llorar y pensé ¿pero por qué a mí? ¿por qué hoy? ¿¡¡es que no era suficiente con lo del elefante!!?.
Confieso que no he vuelto a ir a un Safari Park.
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